Como todos sabemos, el consumo de las drogas, de ciertas sustancias extraídas principalmente de las plantas, ha estado íntimamente ligado al deseo de conocimiento del ser humano. El hecho artístico, como forma de conocimiento, en ocasiones, se ha potenciado con los efectos de las drogas.
Thomas de Quincey
Sin duda, fue Thomas D’Quincey uno de los mayores propagandistas del consumo del opio, aunque acabara renegando de ello. En gran medida acceder al conocimiento era traspasar las barreras impuestas por la religión, constituía un acto de rebeldía. El arte, en su deseo de trascendencia y de descubrimiento de la “verdad” también es trasgresor. Las drogas se vincularon al proceso de la creación, como se deduce de la biografía de muchos artistas entre los llamados “malditos”, que exaltaron sus efectos intensificadores de la sensibilidad, la posibilidad que ofrecían de acceder a otros estados de conciencia.
La cultura occidental marcada, entre otros factores, por la hegemonía de la Iglesia católica, censuró el deseo del ser humano de comprender los designios “divinos”, de desentrañar los misterios de la naturaleza. Esta “soberbia pretensión” atentaba contra los dogmas, cuestionaba la fe y “desafiaba a dios”. Semejante osadía se condenaba y castigaba con excomunión, cuando no con el sacrificio del “apostata”. Pero tales medidas represivas no aniquilaron en absoluto el deseo humano de conocer, de interpretar las señales de la naturaleza, de vivir experiencias que hicieran posible transportarse a otra dimensión.
A esta forma de conocimiento se opuso también la Ciencia, aunque ésta, en sus comienzos, estuviera unida a la práctica de la magia. El método científico puso en cuestión los dogmas religiosos como única vía de conocimiento, pero fundó una nueva ortodoxia del pensamiento, en cuanto se basaba en un empirismo obtuso, que medía, pesaba, calculaba, sumaba, restaba, clasificaba y colocaba rejillas al pensamiento. Fuera de su universo quedaron las cosas que no se veían, como el azar y muchos otros factores de la naturaleza que deciden el movimiento del cosmos y la suerte de los seres humanos. Para la ciencia, el pensamiento mágico quedaba relegado a superchería y no valía para explicar los fenómenos de la naturaleza fuera del método científico.
Pero el arte y la literatura, al margen de la Religión y de la Ciencia, siempre estuvieron muy cerca de esa pulsión humana que podría equipararse a un deseo de trascendencia, deseo unido al anhelo de belleza y de redención. Si la Ciencia echaba por tierra el sistema de valores que sostenía a esa Edad Media (considerada oscura), también ponía en cuestión la existencia de dios (entre otras cosas, porque dios no se veía). En esa modernidad que se abre con el Siglo de las Luces, y en su afán por conocer, el artista quiere penetrar esos espacios prohibidos, incluso convocar a los espíritus, descubrir lo que se encuentra en el “más allá”. Los artistas románticos, huérfanos de dios (ese dios cuya existencia niega la Ciencia) y con necesidad de un ser superior, al que ellos pudieran semejarse, hicieron del arte su nueva religión.
Pero la ciudad moderna había pervertido, en cierta forma, las relaciones entre las personas, reducidas éstas a instrumentos, alejadas de sí mismas. El malestar ocasionado por la cultura provocó la reacción en los artistas de volver los ojos sobre lo que se suponía el orden primitivo, la autenticidad de la relación del hombre con la naturaleza, de ese hombre primitivo puro, en cuanto no había sido contaminado por la cultura. El arte vino a llenar, por otro lado, el vacío por siglos satisfecho con la idea de un dios creador, causa y efecto del universo, que incluía y protegía a los seres humanos, que castigaba y premiaba en esta vida o en la otra.
Aunque el consumo de drogas, con fines rituales, se registra desde tiempos remotos su uso entre los artistas occidentales es más bien reciente. Libros como Las mil y una noches refieren el uso del hachis, que permitía a los consumidores soñar con el paraíso. El efecto de esta droga incluso fue descrito por Paracelso. Lo cierto es que el poder de ciertas sustancias, de abrir la mente a la imaginación e intensificar las sensaciones, dio lugar a la experimentación artística, a nuevas formas de expresión. Los franceses Charles Baudelaire y Theophile Gautier, entre otros, se convirtieron en propagandistas de drogas como el opio y el hachis, aunque el primero exaltara por encima de estas sustancias los efectos del vino. Tal era su afición que fundaron el “Club del hachis”•. En la Francia de finales del XIX su uso no sólo se vinculó a la experimentación estética, de la que se nutrió esa tendencia conocida como Decadentismo, sino que además invadió la vida mundana. No es raro ver en la pintura de la época representaciones de mujeres adictas a las drogas (como en Toulouse-Lautrec), en muchos casos para paliar el hambre o calmar los dolores, como la morfina.
Baudalaire |
Herederos de Nerval, Baudelaire, Gautier, Victor Hugo y Balzac, consumidores de opio, los decadentistas experimentan con otras drogas como el éter, la morfina y la cocaína importada de América. J. K. Huysmans nos presenta a través de su personaje Des Esseintes, un catálogo de vicios, de prácticas sofisticadas y rebuscadas. En Al revés, éste es el esteta, bibliófilo excéntrico, aristócrata arrepentido convertido al misticismo, que observa como un facultativo el efecto de drogas como el curare, propias de los pueblos de la Amazonía, donde los chamanes purifican su cuerpo y liberan la mente consumiendo esta sustancia. El curare, según Des Esseintes “anula los elementos nerviosos motores”. Proust tampoco es ajeno a esta práctica tan corriente entre los aristócratas que hastiados de la vida mundana buscaba nuevos estímulos.
Al hachis se sumaros otros fármacos que les permitían a los artistas establecer conexiones imposibles para la lógica occidental, como percibir los colores del sonido, la música de los colores, las formas del sonido (lo que se concretaba en la metáfora sinestésica). La poesía de los simbolistas franceses y de los modernistas en España e Hispanoamérica, está llena de estas metáforas. Las drogas también permitían otras percepciones: romper la secuencia lineal del tiempo, o las leyes espaciales, estar dentro y fuera, salir de sí mismos y verse vivir en otro o multiplicarse en otros, como si de un espejo roto se tratase (procedimientos corrientes entre las vanguardias). Estas experiencias dieron lugar a nuevas formulaciones teóricas y a las obras de arte rupturistas que inauguran la nueva poesía y transforman por completo un género como la novela.
Pero fueron quizás los surrealistas quienes intelectualizaron sobre esta práctica vinculada a sus procedimientos artísticos, uno de ellos, la escritura automática, procedimiento que consistía en poner sobre el papel las primeras imágenes que acudieran a la mente en estados de trance, lo cual era poco “natural”, ya que para escribir se requería volver a la conciencia y establecer un orden al caos de imágenes que asaltaban al artista en ese estado. De esta forma podemos trazar una línea artística, digamos que de reivindicación de las drogas, que viene de los primeros románticos, que alimenta a los románticos decadentes, que invade la Francia de finales de siglo, se robustece tras la primera guerra mundial, con las vanguardias, bajo el liderazgo de André Breton, hasta llegar a la llamada “Beat Generation”, con Allen Ginsberg, William Burroughs y Jack Kerouac, vinculados al movimiento hippy. Pero esto ya daría para otro artículo.