Jeringuillas en los cines

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Se dice, se cuenta, se comenta que, años atrás, había desaprensivos y vengativos yonkis que se dedicaban a dejar jeringuillas en las butacas de los cines con la pérfida intención de transmitir el VIH a inocentes y honrados ciudadanos como usted o como yo mismo. ¿Será verdad? ¿Será mentira? ¿Qué será… será? Sigan ustedes leyendo y, muy pronto, lo sabrán.

Por Eduardo Hidalgo

Esta es una vieja historia que escuché por primera vez en los primerísimos años 90 –o puede ser, incluso, que casi al finalizar la década de los 80-. Alguien, no recuerdo quien, me comentó que había peña que dejaba chutas en los asientos de los cines para que los cinéfilos se pincharan inadvertidamente y, con ello, contrajeran el SIDA.

Por aquellos años, lo cierto es que, quien esto escribe, andaba metido de lleno en el mundillo del yonkarreo y tenía contacto habitual con toda una legión de yonkis prototípicos. Muchos de ellos estaban infectados por el temido virus, pero les puedo asegurar que ninguno de ellos perdía el tiempo acudiendo a salas comerciales a ver películas de ningún tipo. Es más, a lo largo de esa época yo mismo fui al cine en una única ocasión, acompañado de mi pareja, los dos previamente enjamonados hasta las trancas. La peli en cuestión era El Cuervo (1994), y ni ella ni yo recordamos absolutamente nada de la trama porque a los 5 minutos nos quedamos dormidos, de modo que no volvimos a repetir la experiencia y hubieron de pasar unos cuantos años hasta que, habiéndome bajado del burro y cambiado de novia, volviese, de nuevo, a entrar en una sala cinematográfica.

Con esto no quiero decir que los adictos a la heroína no vean películas. Claro que las ven, únicamente que, los que yo conocía por aquella época las visionaban en sus casas (los que tenían) o en los Centros de Emergencia Sociosanitaria donde acudían a desayunar, comer y cenar por la patilla y, fundamentalmente, a intercambiar sus jeringas usadas por otras nuevas. En estos sitios, por lo demás, había una salita con una televisión y unas cuantas sillas donde los parroquianos podían deleitarse viendo cosas como El Guardaespaldas o “Pasapalabra”, también por la patilla. De nuevo, la mitad de la concurrencia se quedaba noqueada con ellas, aunque también es cierto que buena parte las disfrutaba efusivamente e, incluso, había alguno que, a la luz de las invariablemente certeras respuestas que profería en voz alta a las preguntas que se planteaban en el celebre concurso televisivo, bien podría haberse presentado al mismo y haberse hecho millonario en menos que canta un gallo.

La cuestión, en cualquier caso, es que, por lo menos a estos yonkis, les salía mucho más rentable acudir a los dispositivos de reducción de daños que ir al cine a dejar chutas abandonadas para putear a la peña. A fin de cuentas, en dichos dispositivos, como ya hemos apuntado anteriormente, entraban por la cara, comían por la cara, veían películas por la cara, recibían jeringuillas nuevas a cambio de las viejas y, además, podían quedarse apalancados (descansando, charloteando o matando el tiempo) durante horas y horas. En el cine, por el contrario, debían pagar la entrada (tan costosa como una micra de heroína por aquellos días), las palomitas o el bocata (más caros, incluso, que un fardo del mejor jako afgano), dejar sus chutas usadas sin que nadie les diese nada a cambio, y encima, no sólo no podían hacer sus comentarios a voz en grito sobre lo macizorra que estaba la prota o lo tonto que era el bueno de la peli sino que, además, quisieran o no quisieran, impepinablemente eran despachados a la calle después de la hora y media que suele durar una película al uso. En resumen: que eso del cine no les merecía para nada, más bien todo eran desventajas, y por eso prescindían de frecuentarlo.

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Por otra parte, se da el caso de que, una vez transcurridos los primeros y esparramosos años 80 –y, sobre todo, una vez que la sociedad al completo, incluidos los heroinómanos, fue siendo consciente de los peligros del VIH y de sus formas de transmisión- el colectivo yonki terminó por mostrarse –de forma absolutamente mayoritaria- extremadamente respetuosa y pulcra a la hora de deshacerse de su instrumental de consumo. Tanto es así que, a no ser que fuera en las propias zonas de trapicheo situadas en los descampados de las periferias de las ciudades (en los cuales siguieron y siguen tirando sus chutas usadas sin miramiento alguno, pues, aparte de ellos nadie más va por ahí), lo habitual es que se muestren perfectamente recatados y atentos para no tirar ni abandonar nada que pueda dañar a nadie, y que, incluso, amonesten y reprendan vehementemente a quien ose comportarse de otro modo.

No obstante, también nos consta que, tanto antes como probablemente ahora, las jeringuillas han sido utilizadas por los yonkis como arma a la hora de cometer sus atracos. De hecho, a finales de los 80, enfrente del que era mi colegio hubo un yoni que intentó atracar a un viandante intimidándole con una chuta que creo que llegó a clavarle, con la mala fortuna de que el transeúnte en cuestión era un experto en artes marciales y le dio tal somanta de hostias que casi lo mata; hasta el punto que tuvo que acudir una ambulancia para llevárselo inmediatamente a la UVI. El asunto salió incluso en el periódico, aunque no se mencionaba si la jeringuilla en cuestión contenía el virus del SIDA ni si la desafortunada victima había quedado infectada.

De igual manera que, a título personal, podemos atestiguar que hay otras formas, aparte de los atracos, mediante las cuales los heroinómanos han tratado –y seguramente logrado- transmitir el virus a otras personas. A modo de ejemplo ilustrativo les contaremos que, una vez, intentando conseguir una jeringuilla en un poblado, un parroquiano me dijo: «yo tengo una, te la vendo, está usada, pero tranqui, que, aunque tenga el SIDA, te juro por mis hijos que el médico me ha dicho que no puedo contagiarlo». A lo que, lógicamente, no tuve más remedio que contestarle: «gracias, majete, pero no; y dile de mi parte a tu médico que, si algún día necesita una transfusión de sangre, no dude en pedírtela».

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Es decir, que no negamos en modo alguno que haya habido, hay y habrá usuarios de drogas por vía endovenosa que han intentado transmitir –y transmitido- el VIH de forma premeditada e intencionada a otras personas que no eran seropositivas. Sin embargo, en estos casos, la voluntad y la finalidad del acto de intimidar a alguien con una jeringuilla, de pincharle en medio de la trifulca de un atraco o de dársela para que esa otra persona se inyecte a sí misma poco tiene que ver con la maléfica intención de dañar al prójimo gratuitamente, sin otra motivación que la de “sentenciar a muerte” a desconocidos e inocentes ciudadanos, de martirizarlos, de “vengarse de la sociedad”, o de contribuir a la extensión del virus entre la población por el simple y perverso gusto de hacerlo. No, los casos a los que hemos aludido, por muy deplorables y mezquinos que sean, se rigen, primordialmente, por el objetivo de obtener un beneficio económico –el necesario para poder cubrir su acuciante necesidad de heroína-. En otras palabras, el daño que traen consigo –sin dejar de ser gravísimo e inadmisible- vendría a ser el ignominioso efecto colateral que traerían aparejadas las igualmente ignominiosas y viles prácticas que algunos drogodependientes han llevado y llevan a cabo para conseguir su suministro de droga; lo cual es muy diferente a abandonar una jeringuilla infectada en una butaca con la única intención de joderle la vida al primero que tenga la mala suerte de sentarse en ella.

Sea como fuere, somos conscientes de que nuestra experiencia personal no es más que eso, nuestra experiencia, y que lo que les hemos contado hasta ahora no son más que meras “batallitas del abuelo” que en nada esclarecen la verosimilitud o la falsedad del asunto de las agujas, el cine y el VIH.

Aun así, no se apuren, puesto que, una vez llegada la era de Internet, resulta que aquel comentario que alguien nos hiciera sobre este asunto hará ya un par de décadas, pasó a convertirse en un mail en cadena que circuló durante años por todas partes y en todos los idiomas, incluido el castellano.

De tal forma que, el hecho de que esta historia haya pasado a circular masivamente por el ciberespacio, nos concede la posibilidad de contrastar nuestra experiencia y opinión personal con la de millones de personas en todo el planeta, especialmente con las de aquellas que se dedican “profesional” y concienzudamente a desmontar bulos, mitos y hoax, como por ejemplo: Snopes.com y Allabout.com. Y resulta que, como no podía ser de otra manera, basta con consultar las mencionadas Webs para confirmar que el asunto de las jeringas en los cines no es más que un bulo.

Al parecer, tras años de seguir y estudiar de cerca el asunto, éstas vendrían a ser las únicas evidencias claras que tales reputados cazadores de mitos han podido encontrar al respecto:

  • El caso de un hombre de Louisiana y el de una mujer en Georgia que se pincharon con una aguja al sentarse en las butacas de unas salas de cine de aquellas ciudades (en 1996 y en 2001 respectivamente). Los entendidos en la materia aducen que no había ningún indicio en razón del cual pudiera determinarse que dichas jeringuillas hubiesen sido depositadas ahí premeditadamente con la voluntad de infectar o asustar a nadie (no había notas de «bienvenido al mundo del SIDA» ni nada por el estilo) y, de hecho, tampoco hubo evidencia de que ninguna de las dos personas hubiese quedado infectada. Lo más probable, por tanto, es que la presencia de las agujas y los pinchazos no fuesen más que hechos fortuitos, como pasa cuando alguien pierde –o se encuentra- un móvil, una cartera o unas llaves en el asiento del cine (pues, huelga decirlo, a pesar de nuestros comentarios iniciales –verídicos pero parciales-, no se nos escapa que muchos inyectores van al cine, al teatro, al fútbol y a cualquier otra parte donde puedan ir el resto de los mortales). De hecho, hace unos años, yo mismo me encontré una chuta, limpia y sin usar, entre los cojines de un chill-out de Lavapies, y no lo interpreté más que como eso: una casualidad… «se le habrá caído a alguien, a una distraída enfermera, probablemente», pensé, «igual que a otros se les caen las gafas o las lentillas».
  • El caso de un preso que pinchó e infectó intencionadamente a un funcionario de prisiones en Australia; y el de una mujer que fue asaltada en una gasolinera de Maryland y pinchada con una jeringa mientras el asaltante (posteriormente detenido y encarcelado) le decía «bienvenida a la realidad: tienes el SIDA» (no obstante, la victima continuó siendo seronegativa).
  • Numerosos casos, acaecidos en los más dispares lugares desde finales de los años 90, en los que aparecieron agujas en los bancos de los parques, en los cajetines de las cabinas telefónicas y en sitios similares; así como incidentes en los que uno o varios chavales se dedicaron a pinchar a otros con jeringuillas. En ninguna de las ocasiones las agujas estaban contaminadas ni hubo nadie que contrajera virus ni enfermedad alguna. De tal manera que, dichos sucesos (que, por lo demás, solían coincidir temporalmente con la mención a este tema en la prensa o con los momentos de mayor apogeo en la difusión de los correos en cadena) no vendría a ser más que una nueva versión –aunque más retorcida y desagradable- de esa vieja broma pesada que acostumbraba a hacerse hace décadas con esos timbres que se vendían en las tiendas de petardos y artículos de broma (tal vez aún los comercialicen, no lo sé…). Eran redondos y de color negro, en el centro tenían un círculo blanco con un minúsculo y casi imperceptible agujerito en el medio. Dentro venía incrustada una pequeña aguja que, al apretar el inmaculado redondel que hacía las veces de timbre, se te clavaba lastimosamente en el dedo. ¡No veas tú que gracia!
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Todo lo demás, cuentos chinos. No lo duden.

Referencias:

SNOPES: Pin Prick Attacks.

Disponible en: http://www.snopes.com/horrors/madmen/pinprick.asp

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