Alexander Shulgin, el último alquimista (I)

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Biografía de una de las figuras más importantes de la historia de la farmacofilia, sin duda la más fructífera en cuanto a producción de sustancias y la más legendaria en la actualidad, después del fallecimiento de Albert Hofmann en 2008. 

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Alexander Shulgin, ese bioquímico y psicofarmacólogo que en las fotografías se nos muestra como una entrañable mezcla sinérgica a partes iguales de Einstein, el mago Merlín y el «Doc» de Regreso al Futuro, nació el 17 de junio de 1925 en Berkeley (California), de padre ruso y madre estadounidense, ambos profesores de ideas avanzadas para la Norteamérica de la gran crisis de 1929. En un ambiente liberal de clase media, rodeado de libros y de visitantes que entablaban largas y sesudas charlas con sus progenitores creció nuestro amigo.

 El pequeño Sasha era un niño pacífico que odiaba las peleas y las discusiones y que se retiraba en cuanto surgía alguna situación conflictiva, sin importarle que le consideraran un cobarde. Fue un niño prodigio, su inteligencia era muy superior a la de los jóvenes de su edad; dominaba el ruso y el francés —aparte del inglés, su lengua materna—; tocaba el piano, la viola y el violín y escribía poesía. Él hacía todo lo posible por no destacar, sabedor de que así evitaría despertar resentimientos y envidias, y no tenía amigos íntimos de su edad, pero sí se relacionaba con personas mayores, de las cuales obtenía estímulos para su curiosidad intelectual.

Según ha comentado en diversas ocasiones, le gustaban mucho los sótanos, que no sólo utilizaba para esconderse cuando quería evitar algo, ya que en el de su casa montó su primer laboratorio de química con sólo siete años. Acudía en bicicleta a la droguería (así se llamaban los establecimientos que vendían todo tipo de productos químicos, es decir, drogas), donde compraba bicarbonato sódico, sulfato magnésico y otras sustancias necesarias para sus primeros experimentos que después fueron prohibidas. También durante sus años de adolescente, mientras cursaba la enseñanza secundaria, pasó totalmente desapercibido y sin demostrar su valía en público.

 

La psicofarmacología y el poder de la mente

Con dieciséis años consiguió aprobar el examen de acceso a la Universidad de Harvard. Allí inició sus estudios de química gracias a una beca que le concedieron, pero la experiencia fue un completo desastre porque sus compañeros eran hijos de personas importantes y adineradas, y en cambio su familia no era rica ni famosa. Después de ser ignorado e incluso despreciado durante un curso, decidió abandonar la carrera y enrolarse en la marina cuando los Estados Unidos ya se habían unido a los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Le destinaron a un barco de guerra en la zona norte del Océano Atlántico, y aunque no resultó herido vio la muerte muy de cerca. No obstante, no todo fueron experiencias negativas, ya que le sucedió algo que le marcó para el resto de su vida al permitirle descubrir el mundo de la psicofarmacología y el poder de la mente. Shulgin sufrió una infección severa en el pulgar de la mano izquierda y le administraron inyecciones de morfina. Le fascinaba que una pequeña cantidad de sustancia química, gracias a su acción sobre el cerebro, convirtiera el dolor en algo sin importancia. Al llegar a tierra, antes de entrar en el quirófano, una enfermera le ofreció un vaso de zumo de naranja y el muy observador Sasha vio en el fondo una capa de pequeños cristales blancos no disueltos. Inmediatamente pensó que contenía algo que no querían que supiera, seguramente algún anestésico o sedante fuerte, pero a él no podrían engañarle. Decidió poner a prueba su hombría vaciando el contenido del vaso, con la firme intención de mantenerse despierto y alerta en todo momento. Su deseo no funcionó: sucumbió al efecto de la droga, quedó inconsciente y ni siquiera sintió la inyección de pentotal que le administraron para la operación. Le eliminaron la infección y un centímetro de dedo, pero lo mejor fue su sorpresa cuando se enteró de que el zumo que había bebido no contenía nada extraño y de que los cristalitos no disueltos eran sólo azúcar. Una pequeña cantidad de azúcar le había hecho perder la consciencia por estar convencido de que en realidad era una droga sedante. Le impresionó tanto el poder de un placebo para alterar su mente que en ese mismo instante decidió dedicar su vida a la psicofarmacología.

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En 1946 se licenció de la marina en calidad de veterano y, después de dos intentos en el examen de acceso, logró entrar en la Universidad de Berkeley. Cuando aún estaba estudiando se casó con una compañera llamada Helen —a pesar de la oposición de los padres de los dos— con quien tuvo un hijo, de nombre Theo.
En 1954 se doctoró en bioquímica. Posteriormente amplió estudios en la sede de la Universidad de California en San Francisco y trabajó en los laboratorios Bio-Rad. Poco después ingresó en la compañía Dow Chemical, en sus laboratorios de Pittsburg y Walnut Creek. Al comienzo tuvo que limitarse a su trabajo como químico y no pudo dedicarse a lo que más le interesaba, pero consiguió sintetizar el primer insecticida biodegradable —llamado Zectran—, lo que supuso toda una revolución en el sector y enormes beneficios para la empresa. La recompensa de Dow Chemical fue darle carta blanca para que investigara lo que quisiese, el mayor premio que puede recibir un químico.

 

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Sus primeras investigaciones

En los inicios de su carrera mostró interés por la mescalina, sobre la cual había habido poco interés durante la década de los cuarenta, aunque anteriormente ya se habían escrito artículos sobre la llamada «psicosis de mescalina» y Kurt Beringer había publicado su prestigioso tratado en 1927. Al principio se limitó al trabajo técnico, sin probarla, porque siempre había algo que le impulsaba a no hacerlo. Leyó los libros de Huxley, Las puertas de la percepción y Cielo e infierno, que le parecieron un testimonio inmejorable, y en abril de 1960 tuvo su primera experiencia visionaria con 400 miligramos de sulfato de mescalina, su primer viaje psíquico, que le sirvió para confirmar el rumbo que iba a tomar su vida en el futuro.

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En aquel tiempo los animales de laboratorio más comunes eran las arañas y los peces luchadores siameses. Junto con su compañero, Shulgin administró LSD a una gran cantidad de peces, pero no pudieron observar nada relevante relacionado con el efecto de la droga. Por eso decidió ensayar él mismo todas las sustancias, labor que ha realizado desde entonces y a la que después se uniría un grupo de amigos íntimos.

Gracias a la mescalina comprendió que todo el universo está contenido en nuestra mente, que la realidad en sí no existe o no podemos conocerla, y que el mundo en el que vivimos no es más que una construcción nuestra. Pronto llegó a una profunda conclusión: la droga sólo funciona como catalizador. Es nuestra psique la que genera las visiones alteradas o amplificadas, de la misma forma que construye el mundo de la vida cotidiana. Y surge otra inevitable cuestión: «¿Qué hay dentro de nosotros a lo cual no tenemos acceso?». Si el objetivo del investigador es profundizar en la naturaleza humana para incrementar nuestro autoconocimiento, que a su vez es la base para comprender lo que nos rodea, entonces sobrepasa la barrera de lo puramente científico para alcanzar el terreno de lo meta-científico —lo filosófico— y puede ser considerado un alquimista en el mejor de los sentidos. Eso es Shulgin: un alquimista moderno que intenta ampliar los límites del conocimiento utilizando drogas psiquedélicas. Aquí llegamos a otro punto muy importante que debemos aclarar antes de seguir con su biografía: ¿qué son las drogas para nuestro venerable doctor?

 

Shulgin y las drogas

Para Shulgin, todas las drogas, legales o ilegales, ofrecen alguna clase de recompensa, presentan algún riesgo y puede abusarse de ellas. Los beneficios son numerosos: curar enfermedades, aliviar el dolor físico y psíquico, producir relajación o embriaguez placentera. De todas las drogas existentes, algunas nos permiten bucear en nuestro interior, ejercer de psiconautas y expandir nuestros horizontes: las sustancias psiquedélicas. Los posibles riesgos son también numerosos: daños fisiológicos y psicológicos, dependencia y problemas legales. Todo adulto debe decidir si consumirá o no un tipo u otro de drogas, independientemente de que sea lícita —y se consiga con receta— o ilícita. Aquí es donde entra en juego la importancia de la información disponible, y el lema de Shulgin es: «Infórmate y después decide».

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Él mismo ha elegido utilizar las drogas que considera valiosas y que compensan los posibles riesgos que conllevan. Otras, en cambio, las ha tomado en menor medida o no han pasado a formar parte de su vida. Por ejemplo, bebe vino de forma moderada y nunca le ha generado problemas de salud. La heroína le proporcionaba un estado de tranquilidad beneficioso, pero notaba una falta de motivación, un estado de autocomplacencia que le llevaba a la inactividad. No dejó de tomarla por miedo a caer en la adicción, sino porque esa indiferencia generalizada no le parecía beneficiosa. Tanto la heroína como la cocaína ofrecen un breve respiro de lo que uno es y evitan el enfrentamiento con el propio yo. En cambio, las sustancias psiquedélicas nos permiten aprender porque no nos evaden de nuestros problemas, sino que nos incitan a afrontarlos y a superarlos. Por eso merece la pena correr los pequeños riesgos que entrañan, y por eso mismo decidió dedicar su vida a ellas.

Hay muchas cosas que no sabemos de nosotros mismos, mucha información inserta en nuestro interior —en nuestro cerebro—, desarrollada a partir de nuestro código genético. Se trata de un enorme tesoro de conocimientos, pero para acceder a ellos debemos dar con una puerta de entrada. Las drogas psiquedélicas son un atajo excelente para llegar a nuestro universo interior; tal vez no el único, pero sí uno de los que podemos utilizar si sabemos hacerlo correctamente. Por eso Shulgin afirma que estas sustancias son poderosas y valiosas herramientas cuyo uso correcto depende de cada persona. Pueden aportar intuiciones enormemente pedagógicas, y también una forma de entretenerse, sin llegar a mayores trascendencias. Todo depende del individuo, de su formación y de su objetivo: quien busque introspección y muestre la actitud correcta, la encontrará; quien no busca profundizar y quiere quedarse en el plano superficial, sólo encontrará diversión.

Una vez dicho esto, y abordando el tema del estatus legal de estas drogas, Shulgin dice que nuestra generación es la primera que se ha encontrado con que el deseo de alcanzar la sabiduría por medio de estas herramientas se ha convertido en delito, a pesar de que son consustanciales al hombre y de que desde el comienzo de los tiempos ha habido especialistas encargados de probar lo que la naturaleza ofrece de manera espontánea para evaluar sus propiedades y compartirlas con la colectividad. Es evidente que, por mucho que quieran prohibirse estas llaves que abren el compartimento más oculto de nuestra mente, nunca podrá acabarse por decreto con el anhelo personal de conocimiento, que es precisamente el objetivo que ha guiado la vida de Shulgin, la cual seguiremos narrando en la próxima entrega.

(Continuará)

J. C. Ruiz Franco (http://www.drogasinteligentes.com, http://www.letras-psicoactivas.es, http://www.jcruizfranco.es) 

 

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