Se dice, se cuenta, se comenta que en las puertas de los colegios hay desconocidos que regalan o venden calcomanías que contienen LSD con la perversa intención de enganchar o aficionar a los niños a las sustancias psicoactivas y, de este modo, tener asegurada la clientela del futuro. ¿Será verdad? ¿Será mentira? ¿Qué será… será? Sigan ustedes leyendo y, muy pronto, lo sabrán.
Por Eduardo Hidalgo
Corría el año 2001 cuando una compañera de trabajo vino a mostrarme, perpleja, lo que había recibido el día anterior en el buzón de su domicilio, un folio cuyo contenido les resumimos a continuación:
Si Vd. tiene niños de edad escolar, o sabe de alguien que los tenga, por favor ponga atención a la siguiente información. Una forma de calcomanías llamadas «Estrella Azul», «Pirámide Roja» y «Ventana de Cristal» está siendo vendida o regalada a los niños en la escuela. Es un pequeño pedazo de papel que contiene estrellas azules o puntos de colores, del tamaño de un borrador de lápiz, cada estrella está impregnada de LSD. La droga puede ser absorbida a través de la piel con un simple manejo del papel. También hay papeles semejantes a un timbre postal ilustrado con colores muy brillantes que tienen lo siguiente: Bart Simpson, Superman, Mariposas, Payasos, Mickey Mouse y otros personajes semejantes de Walt Disney. Cada uno está empaquetado en bolsas de celofán.
POR FAVOR, ADVIERTA DE ESTO A SUS VECINOS, AMIGOS Y FAMILIARES Y SOBRE TODO A SUS PROPIOS NIÑOS.
Si sucediera que sus niños obtuvieran alguna de estas drogas, sus síntomas serían:
ALUCINACIONES, CAMBIOS DE CARÁCTER, VÓMITO SEVERO, RISA INCOTROLABLE, CAMBIOS DE TEMPERATURA CORPORAL, PODRÍAN CAUSARLES PÉRDIDA DE MEMORIA POR UN LAPSO O POR TIEMPO INDEFINIDO.
Por aquel entonces, ahí quedó la cosa: nos echamos unas buenas risotadas a cuenta de este clásico e imperecedero cuento que siempre habíamos interpretado como un puro y duro mito y dimos el tema por zanjado. Ahora, sin embargo, pasados los años, con dos hijos a nuestras espaldas y embarcados en nuestra consabida labor de desactivar posibles mitos sobre drogas no podemos menos que preguntarnos… ¿qué sabemos realmente de este asunto de primera mano? ¿Alguna vez hemos llevado a cabo personalmente una investigación que trate de corroborar o de refutar los hechos? La respuesta es, sencillamente, que no. De modo que, la haremos ahora mismito y empezaremos por el trabajo de campo, es decir, nos acercaremos a la puerta del colegio al que va mi hijo mayor y, con mirada de investigadores en toxicología, observaremos atentamente lo que ahí se cuece.
23 de marzo de 2011; 14:00 h.; cielo nublado; hace un frío de cojones. Una marabunta de infantes sale escopetada de las aulas y pulula en todas direcciones en torno al patio y a la cancela del centro educativo. Los hay que corren, saltan, suben por aquí, bajan por allá o ruedan y se revuelcan por acá de una forma frenética y desbocada, parece que estuvieran fuera de sí. Muchos sonríen, ríen, se parten a mandíbula batiente o, simple y llanamente, se descojonan vivos. Otros están abatidos, consternados, tristes o llorosos; y los hay, incluso, que se muestran coléricos, furiosos y enrabietados hasta el punto de llegar a desplegar comportamientos inequívocamente violentos contra sus progenitores o contra otros infantes. Por último, para pasmo y asombro de propios y extraños, unos van tiritando, a pesar de ir abrigados hasta las orejas, mientras que otros parecen sofocados aun cuando vayan en mangas de camisa, con el abrigo cogido de la mano y arrastrándolo por el suelo… En otras palabras, que a excepción de las pérdidas de memoria estamos en condiciones de confirmar, uno por uno, todos los síntomas de la intoxicación por LSD descritos en la nota informativa anteriormente mencionada. Vamos, que cualquier observador imparcial podría describir o calificar lo visto como un pequeño Baby-Woodstock y no faltaría a la verdad.
En fin, que recojo a mi hijo, y le pregunto: « ¿Qué tal, cariño, que has hecho hoy en el cole?» A lo que me responde: «No lo sé y no me acuerdo». «Uy, uy, uy», pienso para mis adentros, «esto ya empieza a ser mosqueante de verdad».
«A ver», le digo, «enséñame los brazos».
« ¿Para qué? ¿Qué pasa?» Me dice.
«Te he dicho que me enseñes los brazos y punto. Venga, levántate las mangas de la camisa, que esto es bastante serio, hijo».
Se las levanta y en el antebrazo derecho veo que lleva una calcomanía.
« ¿Y eso qué es?»
«Una estrella azul».
« ¿Y de donde la has sacado?»
«Me la ha regalado Gonzalo».
« ¿Y Gonzalo de donde la ha sacado?»
«Se la ha regalado su hermano».
« ¿Y su hermano de donde las saca?»
«Pues yo qué sé… las colecciona, se las compra, las cambia con otros chavales, se las regalan… ¿a mí qué me importa?»
«Vale, muy bien… ¿tienes más?»
«Si, Gonzalo me ha regalado unas cuantas.»
«Enséñamelas, por favor.»
«Mira, son estas, estrellas azules, rojas, Mickey Mouse, mariposas… ¿a que molan?»
« ¡Ay va, mi madre!», me digo, «que al final esto va a ser más grave de lo que me pensaba…»
«Anda, tira para casa que ya hablaremos tú y yo…»
A continuación le llevo a casa y le someto a observación durante los días siguientes, prohibiéndole taxativamente que mientras tanto se ponga calcomanías de ningún tipo. El chico se comporta con normalidad: come bien, hace sus deberes, ve la tele… Así que, llegado el fin de semana decido poner a prueba el potencial psicoactivo de las dichosas calcomanías usándole como sujeto experimental. Le llevo al cuarto de baño y le coloco una estrella roja, dándose el caso de que el más pequeño, de dos años y medio, ve toda la operación y se pone como loco para que le ponga otra a él. Su insistencia es de tal calibre que, en pos de la ciencia y de la buena convivencia familiar, me decido a ponerle una de Mickey. Acto seguido nos vamos al salón. Yo me siento en el sofá y les observo subrepticiamente mientras hago como si leyera el Cannabis Magazine. Ellos se quedan en el suelo, tranquilitos, obnubilados con sus dibujitos, a su bola. Hasta que, de improviso, les da una súbita ventolera, se ponen en pie y empiezan a correr de un lado a otro, persiguiéndose, partiéndose de risa y gritando desaforadamente cosas como «here we gooo» «okie dokieee» y llevándose las manos a la cabeza mientras exclaman «¡Mamma mía!».
« ¡Joder, joooder!», me digo, «estos van entripados, pero vamos, hasta las mismísimas trancas, sin la menor duda».
De modo que le pido a su madre que se haga cargo de ellos durante el resto del día y, directamente, doy paso a la segunda fase del proceso experimental: me voy al baño y me coloco yo mismo una estrella azul en el brazo. Espero: media hora, una hora, una hora y media… Nada, que no me sube, así que decido aumentar la dosis: otra estrella azul y otro período de espera… con el mismo resultado. Nuevo aumento de dosis: estrella roja… Lo mismo. Sumo, pues, un Mickey Mouse… más de lo mismo… y así hasta que, con los brazos repletos de calcomanías y sin haber obtenido siquiera el más mínimo efecto psicoactivo, caigo en la cuenta de que, como era de esperar, estos artículos para niños no contienen ni han contenido jamás ni un mísero microgramo de LSD.
«Y el desbocado y desconcertante comportamiento de sus hijos y de sus compañeros de colegio que anteriormente tuvo a bien describirnos y que coincidía punto por punto con la alerta con la que se iniciaba este artículo, ¿a qué se debe, entonces?» Dirá usted.
Pues se debe a que son niños y a que ese es su peculiar, particular y prototípico modo de comportarse. Los niños viven en su propio mundo de pompas de colores, en el que pueden tirarse horas jugando con el tapón de una botella como si de un OVNI se tratara. Los niños son completamente bipolares, ahora se parten de risa, dos segundos después están llorando, luego se lían a tortas y a los tres minutos están despatarraos de la risa otra vez. Los niños vomitan y se acuerdan y se olvidan de lo que les da la gana… En definitiva, los niños son unos flipaos, no cabe duda, pero lo son de forma espontánea y natural no porque ingieran LSD… cosas de la edad (suerte la suya).
En cuanto a las calcomanías, cabe decir que jamás se ha documentado caso alguno en el que contuvieran sustancias psicoactivas, de igual manera que tampoco se ha registrado ningún incidente real y concreto en el que un infante haya resultado intoxicado por emplearlas. De lo que si que hay constancia, harto abundante y consabida, es de la presentación de las dosis de LSD en pequeños papeles secantes que llevan impresos los más variados dibujitos, que unas veces reflejan imágenes de la iconografía infantil -los Simpson, Panoramix, etc.- y otras de la iconografía popular adulta -Leary o Hofmann, por ejemplo-.
Y, a nuestro modo de ver, el origen directo del mito de las calcomanías con LSD viene precisamente de este hecho, es decir, del sobresalto que algún o algunos adultos ajenos –o no- al entorno de las drogas y de la psicodelia se habrían llevado en el momento de toparse con un ejemplar de estos secantes con dibujitos infantiles y del miedo atroz que les habría entrado al pensar que, con tal apariencia, deberían estar indefectiblemente destinados al público pre-puber o, al menos, a la posibilidad de que dicho público, en caso de tenerlos a mano por cualquier motivo, pudiera consumirlos despreocupada e inocentemente.
De hecho, hay quienes sitúan el origen de este mito en 1980 (si bien otros han logrado detectar variantes similares circulantes ya en los años 60), cuando la Oficina de Narcóticos de Nueva Jersey incluyó en su Memoria imágenes de tripis con la figura de Mickey Mouse, alertando de la posibilidad de que los más pequeños pudieran confundirlos con calcomanías. Posteriormente, la advertencia se difundiría por todo el mundo, desde entonces acompañada con membretes falsos de las más variadas instituciones públicas (hospitales, cuerpos policiales, etc.).
Lo cierto, en cualquier caso, es que los camelletes no se dedican ni se han dedicado nunca a regalar ácidos a la puerta de los colegios ni han tratado jamás de hacer clientela entre posibles compradores con un poder adquisitivo como el que tienen los alumnos de la escuela infantil. Lo cual, sin embargo, no significa que nuestros niños no estén expuestos a los “regalos envenenados” que algunos pérfidos desconocidos pueden llegar a darles con la intención de contaminar su conciencia y su pensamiento. Vean, si no, el caso que nos cuenta una tal Mª Ángeles en el libro Leyendas Urbanas:
«Muchas veces he oído hablar de los caramelos envenenados en las puertas de los colegios. Yo estaba en 3º, salíamos del colegio y un señor muy simpático te daba un caramelo y te pegaba una pegatina del PSOE en el pecho. Una mujer que se encontraba allí comenzó a gritar como loca diciendo que esos caramelos contenían droga. Nadie se atrevió a cogerlos, menos los que siempre aprovechaban las buenas ocasiones y decían «eso no es verdad, la droga no existe» (hay que matizar, teníamos nueve años). Más tarde me di cuenta, con el paso del tiempo, de que esa mujer era del PP».
Por último, como señala J. Sampere, el uso de imaginería relacionada con los dibujos animados en los secantes de LSD probablemente tenga su origen en el sentido contra-cultural que se dio a la película Fantasía, de Walt Disney, en la que muchos supieron apreciar un alto contenido psicodélico y cuyo protagonista principal era, precisamente, el ratón Mickey. Del mismo modo que este mito en concreto no sería sino una variante más de las mil y una leyendas populares que, desde el albor de los tiempos, aluden a venenos ocultos en objetos inocentes destinados a los niños (como la mismísima manzana de Blancanieves, sin ir más lejos). Rumores infundados, propagados, todos ellos, con el objetivo de proteger a los menores, aunque sea a costa de angustiarles y atemorizarles –a ellos y a sus padres y tutores- con cuentos chinos absurdos y rocambolescos.
Referencias:
Sampere & Ortí. Leyendas Urbanas.
Usó, J. Leyendas sin desperdicio.
Lycaeum. The Blue Star tattoo Page.