Cobayas, fariseos y éxtasis

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Un interesante artículo sobre la juventud y el consumo de drogas, por el maestro Antonio Escohotado.

La juventud tiende a ser audaz, indolente, romántica, afásica, esperanzada, perdedora, generosa y egoísta. Procede mediante ritos de pasaje, rara vez ajenos a melodrama o truculencia, y hasta hace poco carecía prácticamente por completo de capacidad adquisitiva. Ahora consigue dinero de sus familiares, añadiendo a veces un sueldo por trabajo a tiempo parcial, y aunque no puede permitirse grandes derroches tiene más de cien viernes y sábados en las 52 semanas de cada año. Esa especie de recreo para festivos se orienta a soportar el estrés de los otros días, donde el adolescente ha de comunicarse con sus iguales en voz baja, con el secretismo de quien propone o recibe ofertas disparatadas pero oportunas para paliar la insípida cotidianidad. Vale para él casi cualquier plan -ya es un planazo ver si de verdad abrieron cierto sitio muy enrollado-, mientras mitigue la languidez del aburrimiento.

No se aburren los hijos de campesino, desde luego, que pronto van asumiendo responsabilidades ligadas a una supervivencia de la familia, y juegan largamente con una llanta de bicicleta y un palo, o algo más tarde cazando y triscando. Sin embargo, también ellos tienden a emigrar como hicieran tantos parientes, movidos por la sensación de que allí se condenarían a elegir menos en general, traicionando de ese modo su libertad. Y el mismo adolescente que se divertía guiando una llanta de bibicleta aprende a aburrirse tras aterrizar en alguna urbe. El antídoto común es una escapada hacia la marcha, que a fuerza de ser periódica y rascar a fondo su bolsillo ofrece empleo a incontables personas y empresas en todo lugar algo próspero del globo. Justamente porque la juventud tiene dinero como nunca, y es insensata como siempre, preservarla de excesos con la ebriedad no se logrará con infundios, atropellos y omisiones. El gerente de la Agencia Antidroga, pongamos por caso, declaró días atrás a este periódico que «el éxtasis genera abstinencia como las otras drogas,» y convendrá que describa el síndrome abstinencial de dicha substancia, el de LSD o el de hongos psilocibios; si lo consigue pasará a los anales de la farmacología científica.

A los padres de familia les interesa más bien saber qué tomaron esos chicos muertos en la rave de Málaga. La MDMA o éxtasis tiene un margen de seguridad (proporción entre dosis activa mínima y dosis mortal media) no muy inferior al de la aspirina. Pruebe alguien a tomar diez aspirinas, y vea manera de contar sin cuitas su experiencia. Si la población está a cubierto de disparates en este terreno no es sólo porque todo el mundo se ha tomado alguna aspirina, sino porque su ingrediente esencial (ácido acetilsalicílico) se vende puro y medido escrupulosamente, aendiendo al principio de que sola dosis facit venenum. Sin meticulosidad en la composición desaparecería cualquier expectativa de empleo razonable. Oimos entonces que la MDMA no es un medicamento sino un tóxico, cuya circulación se prohibió hace algo más de quince años. Y bien, la declaración podría ponderarse si desde entonces a hoy sus usuarios no se hubiesen elevado a la enésima potencia, gracias a la propia substancia y a stocks en todo el planeta.

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Quienes atribuyen las sobredosis a MDMA «purísimo» omiten, además, información valiosa para el público general y para los propios adolescentes. Por ejemplo, que esta substancia fue usada pura por psicólogos, psiquiatras y curiosos durante más de una década sin producir una sola intoxicación; que la OMS dudó mucho a la hora de admitir o negar su «utilidad terapéutica» (véase ONU, Informe del Comité de Expertos, 22-26 de abril de 1985); que la policía inglesa -el país más adepto del mundo a la MDMA- viene sugiriendo regularizar su consumo, y que nuestra Audiencia Nacional la consideró droga «blanda» tras sopesar el informe pericial de Alexander Shulgin, descubridor de esta substancia y miles de otras análogas. El Tribunal Supremo casó dicha sentencia para que no se convirtiese en doctrina legal, pero sin mejores razones que cumplir compromisos internacionales, instados -en este caso como en el de las demás drogas hoy perseguidas- por el gendarme norteamericano. Veamos si la autopsia de los jóvenes fallecidos en Málaga despeja incógnitas sobre calidades y cantidades.

Quienes prueban MDMA no siendo ya jóvenes quedan estupefactos al ver que entre adolescentes ayuda a provocar un frenesí de derviche danzante o ministro de alguna ceremonía vudú, con atronadores altavoces que impiden hablar a otro y oirle, cuando el efecto primario de este fármaco es aumentar la capacidad de empatía, abriendo lo que muchos psicoterapeutas llaman las puertas del corazón. ¿Será que no aprovechan la pastilla para hablar sentidamente porque toman demasiadas, hasta convertirse en un manojo de nervios? ¿Cuántos de promedio toman media o una pastilla? ¿Pudiera haber algún tipo de aprendizaje crucial a través de la danza? ¿Ha estudiado la Agencia Antidroga alguno de estos extremos? Sus motivos tendrán nuestros hijos para elegir empleo del tiempo libre, y en esta materia nos harán un caso parecido al que hicimos nosotros a los nuestros siendo adolescentes. De ahí que convenga ceñirse a lo básico: todo uso de una substancia psicoactiva es un ejercicio de masoquismo si falta amor propio y conocimiento. Con amor propio y conocimiento tendremos el programa clásico de la sobria ebrietas, un ejercicio de prudente hedonismo en vez de imprudente autodesprecio.

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Lo pésimo del caso actual es que a la tesitura ética se añaden burdas incertidumbres y engaños. La metanfetamina o speed, por ejemplo, es diez veces más activa y tóxica que la MDMA (metilendioximetanfetamina) o éxtasis, y muy distinta por la experiencia inducida. Hace tiempo me ofrecieron un comprimido de MDMA «purísimo», del que por cautela sólo tomé medio. Una hora más tarde fue evidente que era más bien puro speed, en una dosis descomunal que borró toda perspectiva de sueño durante treinta horas. Aunque queremos echarle la culpa al éxtasis, o a la metanfetamina, quien la tiene es una cadena de desinformación, que comienza con un químico improvisado en la bañera de su casa, sigue con un par de camellos analfabetos y termina en los bolsillos de un incauto como créme de la créme.

Mirando a vista de pájaro, el éxtasis ha dulcificado el clima más áspero de décadas anteriores, y es preferible que la edad del pavo ventile su deuda con la ebriedad usando un «entactógeno» o comunicador que con salvajadas como datura o beleño, excitantes cocaínicos o vehículos de retiro senil y buena muerte, como los opiáceos. Incluso es positivo que el rito de pasaje actual con la LSD, una substancia mucho más delicada de manejo, se haga pasando antes por el moderado viaje emocional del éxtasis. Puesto que el joven ha de vivir su vida, poca prudencia le inspiraremos con fábulas y alarmismos. Cuando un hijo quiere navegar o volar no abortaremos su deseo evocando naufragios y catástrofes aéreas, pero él entenderá y agradecerá que le instemos a ser un navegante o un piloto competente. Cuando nuestros jóvenes deciden hacer viajes químicos poco atenderán a profecías de instantánea degradación y muerte, pero cabe pedirles que empiecen instruyéndose con información precisa, y agradecerán el realismo. Esta perspectiva retorna en un mundo donde el desuso ha derogado los reglamentos prohibicionistas, mientras una amplia oferta inunda cualquier rincón del horizonte y replantea qué será velar de verdad por la salud pública.

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Ofende cada muerto involuntario adicional, e involuntarios son todos los fulminados por algún adulterante o sucedáneo, no menos que por impurezas y mala dosificación. Imaginemos una farmacia maligna donde pedimos magnesio y nos dan cianuro, y elevemos el número de sus filiales a millones por toda la faz del planeta. ¿Estamos ante el argumento de una película sobre genocidas? No, es simplemente el fruto final del experimento prohibicionista. Por otra parte, no somos tan incultos farmacológicamente como hace treinta o cuarenta años.

Si en vez de demagogia buscamos soluciones graduales, con planes limitados a ciertas ciudades o partes de ellas, regalando unas drogas en programas de beneficencia, vendiendo otras en la farmacia, situando algunas en estancos y supermercados, y repartiendo un último grupo en departamentos de antropología, psicología y filosofía de la religión, abiertos siempre a cancelar o recortar los proyectos a la vista de sus resultados, y combinando todo ello con campañas de información auténtica (entendámonos: orientada al uso y a sus albures concretos), esta postura podría ganar en España -y en otros varios países de la Unión- un referéndum por goleada. Las promesas de yugular oferta y demanda esgrimidas como alternativa carecen de credibilidad.

Las drogas están aquí para quedarse, queramos o no, y cada año aparecerán más. El humanista prefiere por ello que la catarata de compuestos nuevos y antiguos esté sujeta a supervisión. Sólo eso erradicaría el monopolio dispensador de redes criminales, que no lo son tanto por violar una ley injusta como por perpetrar chapuzas y estafas, repercutidas sobre nuestra juventud en forma de navajazos a su organismo. Basta de puñaladas traperas, y de fingir que la ciudadanía está protegida cuando jóvenes y no jóvenes sirven de cobayas a cualquier miserable.

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