LAS ENSEÑANZAS DE MAS D´EN CARLES
Este artículo es el primero de una serie de dos en los que el autor relata su incursión en el mundo de la ayahuasca con el fin de ser bendecido, purificado, santificado, gratificado e iluminado con sus enseñanzas.
Por Eduardo Hidalgo
Cuando tenía doce o trece años, alguna profesora que me tendría manía me castigó a pasar una hora en la biblioteca del colegio. Años atrás ya me habían metido en el “cuarto de las ratas”, literal, que, para los más jóvenes, aclararé que era el lugar en el que, hace décadas, se amenazaba con encerrar a los niños que se portaban mal. Mi decepción fue brutal cuando, una vez dentro, no vi más que escobas, limpiasuelos, fregonas… vamos que me encontraba, ni más ni menos que en el cuarto de la señora de la limpieza y, lógicamente, en lugar de asustado salí descojonado y, al contarle a toda la banda en lo que consistía el tan cacareado cuartito, aborté de un plumazo toda futura posibilidad de que el estamento educativo de mi cole pudiese seguir amedrentando al personal con la secular amenaza del antro de los roedores (no me extrañaría, tampoco, que de ahí se corriese la voz a otras escuelas y que con ello se iniciase el declive y la extinción definitiva no sólo de este mítico castigo sino de todo aquel sistema educativo basado en el abuso y la coerción al alumnado. ¿Quién sabe? Tal vez algún día se me reconozca el mérito…).
En fin, qué más da… la cuestión es que, puestos a contar batallas, he de decir que, con siete u ocho años, también me encontré en la tesitura de estar a puntito de ser incinerado vivo en un horno crematorio, esta vez por parte del portero de la urbanización donde vivía: me metió en el cuarto de calderas –por aquél entonces eran de carbón, no de gas natural-, dispuesto a meterme dentro, abrió la compuerta donde ardía el material que calentaba los cuatro bloques de pisos que conformaban la comunidad y… flipé en colores. A cuatro metros de distancia ya sentía arder todo mi cuerpo. Podía haberme dado por muerto, pero en el fondo sabía que el menda era un blandengue y un colega: alguna vez le había hecho llorar de rabia o de lo que fuera (y menos de cincuenta tacos no tenía el amigo) y, supongo que con el fin de mantener unas relaciones cordiales, frecuentemente me invitaba a lo que él llamaba un “piscolabis” (algo de comer o de beber, nada que ver con la pedofilia ni la lluvia dorada), aparte de que cada 13 de octubre subía a mi casa para regalarme 500 pesetas de aquel entonces (un pastizal para un enano de menos de diez años ateo hasta la médula) por el día de nuestro santo (se llamaba igual que yo, Eduardo, Dios lo tenga en la gloria al buen hombre, de verdad que lo digo y que lo siento). Así que, nada, de aquella experiencia, en lugar de frito y chamuscado salí encantado de haber tenido el gusto y el honor de ver en vivo y en directo el impactante cuarto de calderas.
Digo esto, es decir, cuento estas historias, tan sólo a modo de ejemplo, para ilustrar el hecho de que a la edad de doce años ya había sufrido todo tipo de castigos y tormentos por parte de los más variados representantes de la autoridad sin que, en lo más mínimo, hubieran tenido el impacto esperado y deseado por los verdugos. Y que, tal vez por esta razón, a alguno de ellos, llegado el momento, no sabiendo con qué otra cosa se me podía atormentar, tuvo la feliz idea de encerrarme a solas en la biblioteca, no sin antes ensañarse obligándome a que escogiera un libro para leer.
El caso es que, en aquellos tiempos, me fascinaba todo lo relacionado con las tribus, las culturas prehistóricas, las flechas, las cerbatanas, los taparrabos, las amazonas con las tetas al aire… y todas esas movidas que hoy se engloban en “lo étnico”. Así que cogí un libro que se llamaba I fiumi scendevano a oriente (iba a un colegio italiano y mirando en Google no sé si hay traducción española del texto). Me puse a ojearlo y viendo que iba de jíbaros reductores de cabezas, anacondas, jaguares, enfrentamientos tribales y demás delicatessen… nuevamente, ante el desconcierto general del profesorado, salí todo contento y pedí llevármelo a casa (esta vez, aparentemente, habían ganado ellos).
Me lo leí de cabo a rabo en un pis-pas y todavía recuerdo mil y una anecdotillas como si las hubiera leído ayer mismo (en lugar de una cabeza reducida, un cuerpo entero del tamaño de 18 centímetros; hombres que, desde niños, se ataban piedras a la polla para tener un miembro viril más… elongado; ja, ja, ja, tonterías así). Pero, entre anécdota y anécdota curiosa, hubo algo en ese libro que verdaderamente me llamó la atención: “la liana de los muertos”. Una puta droga: estábamos en el 82 o por ahí, en pleno auge del yonkarreo más destroy, las drogas estaban muy mal vistas, no eran más que una lacra, y sin embargo… si algo saqué en claro de la lectura de ese libro fue una cosa: «la tengo que probar y la probaré» (me refiero a liana de los muertos).
Y lo hice… Tardé lo suyo, es verdad –aproximadamente unos treinta años-, pero también es cierto que, como leí una vez en una entrevista que me hicieron, por el camino consumí más de cincuenta sustancias psicoativas –y lo que te rondaré morena-. Y es que, todo hay que decirlo, desde mediados de los ochenta hasta hace bien poco la ayahuasca no era, precisamente, lo que estaba más a mano entre los buyers y sellers del barrio.
Quede constancia, en cualquier caso, de que, además del más de medio centenar de drogaínas que me metí entre pecho y espalda, también me leí algún que otro libro sobre el tema. Concretamente recuerdo uno que se llamaba Shabono, de una tal Florinda Donner que narraba sus vivencias con los yanomami (otra tribu que me apasionaba). No obstante, hace poco me enteré de que el período durante el cual la señorita Donner estuvo supuestamente viviendo en el Amazonas realmente se encontraba en Los Ángeles preparando su doctorado en antropología… Ya saben, dones y dotes del neochamanismo… la chica había sido pareja de Castaneda, no sé si ya lo había dicho, aunque con esto queda dicho todo, ja, ja, ja.
Pero bueno, a lo que vamos, entre chutes, tripis, tiros y porros, pasaron los años ochenta y noventa, y bien entrada la década del 2000, la ayahuasca pasó a ser la Planta de Poder que es hoy en día para cualquier hijo de vecino. Aquella que tantas pasiones y adhesiones desata entre cualquiera que esté dentro, fuera o más allá de la onda, puesto que, como el cannabis, vale para todo y mucho más, qué cojones, muchísimo más, ya que, en este caso, no se trata de una medicina que también es droga sino de una droga que no es droga sino medicina. “La medicina”, esa que tanto hace las veces de un simple neubrofen, de un lexatin, un risperdal, una fluoxetina, una naltrexona o una oxitocina. Vamos, para lo que guste y desee el cliente, como en la Casa de Campo…
De modo que, por fin, habían llegado el momento y la oportunidad de probarla, aunque, curiosamente, los entendidos en la materia me desaconsejaron que lo hiciera, pues, aún valiendo para todo y para todos, a su juicio, yo estaba demasiado tocado del ala para meterme en esos fregaos (y lo cierto es que, técnicamente, razón no les faltaba, en tanto en cuanto en esos momentos yo estaba pasando una mala racha, lo cual, como bien dicen los energy/descontrol -de los que en su día fui ahijado y padrino- no suele hacer buen maridaje con el uso de psicodélicos). En cualquier caso, afortunadamente, pude contar con el apoyo logístico y emotivo, así como con la compañía, complicidad y acompañamiento de alguien que, trasladando la terminología gay al ámbito de las drogas, realmente “entiende” –más allá de aspectos técnicos- de qué va esto… mi colega J. C., que –sin hacer preguntas de ningún tipo- me preparó un plan ayahuasquero hecho absoluta y perfectamente a mi medida.
De entrada usaríamos una materia prima de calidad máxima –«la mejor de Brasil»- según sus propias palabras. Una que, además, estaba preparada de tal modo que no producía ni náuseas ni diarrea, lo cual me proporcionaba toda la seguridad, la confianza y el confort con los que ha de emprenderse cualquier viaje interior, en tanto en cuanto, esos dos fenómenos fisiológicos relacionados con la ayahuasca –las náuseas y la diarrea- siempre me habían preocupado infinitamente más que la posibilidad de una mala experiencia, un yu-yu psicotrónico o incluso un puro y duro brote psicótico. Y no es que se me escape la crucial relevancia que los chamanes y los usuarios experimentados le atribuyen a estas purgas como liberadoras y purificadoras de energías negativas y demás historias, tan sólo que, a título personal, me inclino más a pensar que los beneficios, en realidad, residen, fundamentalmente, en los efectos de limpieza corporal antiparasitaria de los habitantes de la selva, algo que a mí ni me va ni me viene, que en casa de mis padres se come muy bien. De tal modo que, puestos a entrar en el Paraíso o en el Infierno, si puedo ahorrarme el Purgatorio, pues me lo ahorro.
Por motivos similares, no habría dietas alimenticias previas al consumo: que si grasas, que si sal, que si azúcar, que si café… me consta que hay colectivos que se las saltan a la torera y obtienen de esta planta de poder lo mismo que aquellos que hacen lo contrario. De tal manera, que yo haría lo contrario que estos últimos.
Tampoco habría chamanes ni nada que se les pareciera. Sé que es impepinable que haya uno de por medio para que guíe la experiencia y se encargue de que otros brujos no te roben la energía vital, pero, sinceramente, más allá de que prefiero que me manguen la vitalidad –que ya la recupero luego con un Cola Cao, un sándwich de nocilla y unas pipas de metanfetamina- a los cien pavos que, como poco, me costaría la sesioncita con el hombre-medicina, la cuestión es que me da que su sola presencia me arruinaría el ciego. No sé, es que me parece que sería como si me comiese un tripi y tuviese pegado a la chepa al cura de mi pueblo cantándome salmos y dándome bendiciones… No es lo mío, gracias.
Nada de ícaros. Ni en radiocasete, ni en i-phone, ni por smart-phone ni nada de nada. Sé, también, que son tanto o más importantes que la propia planta, pero, a mí que no me jodan: crecí comiéndome ajos con Leño, Sex Pistols, Eskorbuto y Cicatriz de música de fondo… De nuevo, tomar un psicodélico –por muy medicamentoso que sea pero psicodélico a fin de cuentas- con un payo o pony-payo cantando alegremente a “la abuelita”, a Jesucristo, la Virgen María, los ancestros y demás memeces me resultaría tan insufrible que, a buen seguro, me haría brotar de verdad y de muy mala manera o, peor aún, igual me terminaba por desmentizar completamente y me convertía en un converso al cristianismo sincrético amazónico, algo que en Iquitos seguramente resulte muy cool, pero no sé yo en Lavapiés (bueno, qué coño, en Lavapiés seguro que también o incluso más… vaya, para la próxima toma tendré que recapacitar sobre este punto).
No habría sexo entre nosotros. Ni antes, ni durante ni después de la experiencia. A pesar de mi más que evidente enciclopédica ignorancia sobre esta sustancia y sobre el mundillo que le rodea, estoy al tanto del fenómeno del chamanismo-chuminismo… para quien no lo conozca citaré someramente a Jacques Mabit, fundador de Takiwasi -un centro de rehabilitación de toxicómanos e investigación en medicina tradicional en pleno Amazonas-: «hay mucha química, por eso, repito ¡es peligroso, ir a tomar ayahuasca con la primera persona que se presenta bien! Hay técnicas en ciertas tradiciones indígenas donde se utilizan cantos de seducción y complementados con perfumes, que actúan sobre el cerebro de forma subliminal, la persona no lo percibe conscientemente. Si el brujo usa esos olores que son muy refinados, que tocan la base del cerebro, el encéfalo, dan una sensación sumamente agradable a la persona, de paz, de éxtasis, pero la persona no sabe que son perfumes y técnicas específicas de sonidos o cantos. Y atribuye eso al brujo y dice es encantador, maravilloso, lo asocia eso con él. Y este empieza a tener poder y la somete, y la convence de que tiene que acostarse con él y darle dinero…». De modo que, visto el percal, desde un primer momento le dejé bien claro a mi colega que, si quería temita, que se trajera a la novia, que no es que no le quisiera, pero que mis objetivos eran otros… ya saben, meramente profesionales: escribir, para ustedes y para esta revista, una crónica sobre los misterios, poderes y enseñanzas de la ayahuasca, esa Planta Maestra.
Continuará…