Hedonismo Sostenible (V)

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Quinto artículo sobre este modelo de regulación de las sustancias psicoactivas. Seguimos con la exposición de sus medidas y estipulaciones concretas. 

  • Control y racionalización de la demanda: fomento de la vida saludable en general y, en el ámbito concreto del consumo (establecimientos, servicios y publicaciones especializadas), fomento y promoción del uso de preparados y drogas tradicionales que habrán sido restituidos a la legalidad (opio y derivados, preparados a base de hoja de coca, betel, khat, etc.) en detrimento del consumo de otras sustancias o de sus derivados sintéticos o semisintéticos potencialmente más problemáticos y perjudiciales (heroína, cocaína, etc.); lo cual, a su vez, redundaría en beneficio del desarrollo humano y económico sostenible en los países productores en vías de desarrollo. Fomento y promoción del uso de las vías y de los sistemas de administración más seguros para cada sustancia.
  • Conductas y supuestos sancionables penal o administrativamente: Desaparición de las penalizaciones por mera tenencia o por mero consumo (así como de los cacheos rutinarios en busca de drogas) y aplicación rigurosa de sanciones por consumir en lugares prohibidos al igual que por tenencia o venta ilegal o sin licencia (de modo similar a lo que sucede actualmente en el caso de cualquier actividad comercial). Prohibición y control absoluto del consumo en trabajos sensibles, en los que la integridad o el bienestar de otras personas estén directamente en manos del trabajador. Sanción de las conductas relacionadas con el consumo que impliquen, potencial o materialmente, un daño directo a terceros, como por ejemplo, conducir bajo los efectos de una droga.

  • Estipulación legal de unas cantidades de drogas prefijadas destinadas al uso personal, dando cabida al acopio para varios días, por ejemplo, una semana (o dos si es Navidad o tres meses si cae en verano).
  • Permiso y legalización del autocultivo destinado al propio consumo de plantas, cactus y hongos con propiedades psicoactivas, también en cantidades claramente prefijadas.
  • Implantación de establecimientos específicos para el consumo y de espacios de tolerancia: locales especializados; sociedades y clubs privados de consumidores; reservados y zonas destinadas al uso de drogas en determinados locales de ocio, como por ejemplo, en las discotecas, donde podrían consumirse libremente sustancias como la MDMA, que habitualmente se toman por vía oral, y donde podrían implantarse determinadas salas o habitáculos, debidamente habilitados en términos higiénicos y demás, en los que los usuarios pudiesen consumir drogas fumables, como los porros, o esnifables, como la cocaína, sin tener que hacerlo a escondidas y de mala manera en los cuartos de baño, como lo hacen hoy en día y como, de otro modo, lo seguirían haciendo en el futuro.
  • Servicios de emergencia obligatorios en grandes salas y en eventos asociados al uso de drogas.
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Racionalizando la prevención y el abordaje informativo sobre las drogas

 Si, “cuando la propaganda anti-droga entra por la puerta, la ciencia salta por la ventana” (Alejo Alberdi dixit) habrá que darle un vuelco a la situación actual para defenestrar a la propaganda y dejar que sea la ciencia la que entre por la puerta grande y la que presida el tratamiento informativo sobre drogas.

De entrada, habría que empezar por realizar un manejo de la información basado en la literatura científica y no en la buena voluntad; e incluso, antes que eso, habría que someter los principios mismos de la prevención a la metodología científica en lugar de hacerlos bailar al son de la buena voluntad de nuestras instituciones públicas.

Según esto, lo primero que deberíamos hacer es tomar el consumo de drogas como lo que es: una conducta. Una conducta habitual y cotidiana como cualquier otra. Una conducta que conlleva beneficios para quien la realiza (pues de otro modo nadie la realizaría) y que comporta riesgos y daños potenciales por llevarla a cabo (como todo en esta vida, queridos). Lo segundo que deberíamos hacer es obrar en consecuencia y tratarla como tratamos a cualquier otra conducta habitual y cotidiana que comporta riesgos y beneficios, lógicamente, tomando en consideración sus peculiaridades, particularidades y características propias. A partir de ahí, deberíamos ocuparnos, sencillamente, de que la realización de dicha conducta por parte de los ciudadanos que decidiesen ponerla en práctica fuese lo más provechosa posible y lo menos problemática posible para ellos mismos y para el resto de la sociedad, al igual que hacemos con otro tipo de conductas como la conducción de vehículos a motor, la realización de actividades deportivas o las ocupaciones y desempeños laborales del más variado tipo.

Una vez asumido este enfoque, buena parte de los objetivos y fundamentos de la prevención actual y del manejo de la información sobre drogas dejarían de tener sentido y deberían ser sustituidos por otros.

  1. Dejaría de tener sentido la preocupación por el aumento o la disminución del número de consumidores de drogas y, automáticamente, la cuantía de los usuarios debería dejar de ser el indicador principal en razón del cual se valora la extensión y la gravedad del “problema”. Lo mismo debería darnos si hubiese dos millones o tres millones de usuarios de sustancias psicoactivas, al igual que nos resulta totalmente indiferente que haya dos millones o tres millones de esquiadores (de hecho, en términos económicos nos interesa más que haya tres millones y no dos). Lo importante habría de ser la problemática asociada a esos consumos y el indicador principal para valorar la extensión y la gravedad del “problema de la droga” debería remitirse y tomar como referencia, no el número de consumidores, sino la frecuencia, magnitud y gravedad de las complicaciones sanitarias y de los perjuicios sociales, políticos y económicos derivados y relacionados con esos consumos. Dándose el caso de que, a poco que hiciésemos las cosas bien, el “problema de la droga”, tal y como lo conocemos actualmente, se desinflaría hasta quedar en un asunto estrictamente sanitario, que es lo que tendría que haber sido siempre y que, y al igual que ha sucedido a lo largo de nuestra historia con cualquier otro reto sanitario, con el tiempo seguro que sabríamos manejarlo con envidiable destreza y buen hacer, por mucho, incluso, que aumentase exponencialmente el número de consumidores.
  2. Dejaría de tener sentido el actual objetivo preventivo de aumentar la percepción de riesgo, en tanto en cuanto, desde un punto de vista científico y desprejuiciado, el objetivo debería de ser el de ajustar la percepción de riesgo de la población al riesgo real asociado al consumo de las distintas drogas según se haya estimado a través de la investigación científica y de los estudios clínicos y epidemiológicos. A fin de cuentas, el objetivo de aumentar la percepción de riesgo únicamente sería válido en el caso de que los receptores de la información sobre drogas tuviesen, siempre, una percepción de riesgo inferior al riesgo real asociado al uso de tales sustancias. Sin embargo, lo cierto es que, en líneas generales, la población tiene una percepción de riesgo bastante descabalada y poco uniforme, en el sentido de que, frecuentemente, infravalora determinados riesgos y sobredimensiona otros. De modo que, desde una óptica científica y desprejuiciada, las labores informativas deberían dirigirse, como ya hemos dicho, a ajustar dicha percepción a la realidad, aumentándola en algunos casos y reduciéndola en otros; aun cuando, en términos generales, y dada la situación actual, la labor fundamental debería centrarse, precisamente, en reducir dicha percepción de riesgo, puesto que, como hemos podido comprobar a lo largo de este libro, todo indica que es mucho más alta que lo que vienen a sugerir los datos objetivos provenientes de los estudios científicos y de cualquier otro tipo de estimación de los riesgos que pueda realizarse desde una óptica ponderada y desprejuiciada. Persistir en lo contrario, como se hace hoy en día, es decir, continuar promoviendo y favoreciendo el aumento de la percepción de riesgo, de forma indiscriminada y por encima de lo que la ciencia nos indica que son los riesgos objetivos, equivale, lisa y llanamente, a infundir miedo y a tratar a la población entera como a niños de teta, y eso, de nuevo, poco tiene que ver con el espíritu científico y democrático y mucho con las buenas voluntades con las que los regímenes autoritarios han empedrado siempre el camino al infierno.
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  1. Continuaría teniendo sentido el objetivo preventivo de retrasar la edad de inicio en el consumo, solo que, ahora, en lugar de pretender y buscar un retraso indefinido, nos bastaría con postergar la aparición de los consumos hasta que nuestros conciudadanos hayan alcanzado la edad legal mínima que hubiésemos establecido para poder llevarlos a cabo (por ejemplo, los 18 años, edad a la que ya se puede votar e ir a la cárcel). Alcanzada la mayoría de edad legal, cada cual debería ser libre de decidir, sin intromisiones del estado, si consumir o dejar de consumir drogas, al igual que decide libremente si practicar o dejar de practicar el alpinismo, el himalayismo y el dominguerismo. Por lo demás, y como ya hemos comentado anteriormente, la regulación legal que proponemos dificultaría el acceso de los menores a las sustancias psicoactivas y facilitaría el control y la persecución de la desviación de drogas y del narcotráfico dirigido a los mismos; de modo que, en última instancia, éste sería un objetivo preventivo más fácilmente alcanzable en un escenario de regulación dentro de la ley que en un escenario prohibicionista como el actual.
  1. Dejaría de tener sentido el objetivo preventivo de persuadir y disuadir a los ciudadanos de que consumieran drogas, al igual que carece de sentido disuadirles de que practiquen descenso de cañones. Cada cual, alcanzada la mayoría de edad, sería libre de decidir por sí mismo si tomarlas o no, y las instituciones públicas y privadas encargadas de informar sobre las sustancias psicoactivas deberían limitarse a ofrecerle información sin más pretensiones que las meramente informativas, es decir, presentándole las cosas tal y como son y dejando en su mano la decisión de si hacer uso de las mismas o no.
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En este orden de cosas, los programas disuasorios aplicados desde la más tierna infancia (de los tres años de edad en adelante) deberían suprimirse automáticamente. La información sobre drogas en el ámbito de la escuela (en su casa que cada cual haga lo que buenamente considere más oportuno) debería retrasarse hasta edades como, por ejemplo, los diez años, englobándose en asignaturas como “Conocimiento del Medio” y tratándose de un modo aséptico y sin alarmismos, de nuevo, mostrando las cosas tal y como son, con contenidos adaptados a las edades de los niños y haciendo especial hincapié en los riesgos que entraña el consumo a edades tempranas. Punto.

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